lunes, 15 de marzo de 2010

Mis Caminatas por Santiago: Santuario de la Naturaleza




Domingo. 13:00 hrs.
Cuando marzo anuncia el fin del verano, y el calor se presenta a ratos, aún con fuerza; y la radiación solar aún nos engaña como queriendo decir que el otoño aún no llega.

Como un paréntesis entre los avatares de la naturaleza, tras el gran terremoto del 27 de febrero y sus interminables réplicas. Acá estamos. En el río. En el cajón del Arrayán.

Estamos con B., C., E., y algunos otros.
El olor de las parrillas encendidas, las brasas ardientes de carbón de espino, la propia y las de los demás campistas; heterogéneos, nacionales y extranjeros; todos embebidos de la magnificencia de la naturaleza a sólo pasos de la ciudad.

El agua corriendo entre las rocas; surcando un camino mil veces recorrido; serpenteando, generando un sonido único y a la vez cambiante.

Metemos los pies y estos se congelan; pero al cabo de unos minutos ya no es así. El agua se va entibiando o nuestro cuerpo de ajusta a la temperatura del río, y ahora podemos sumergirnos como en un baño ritual, sintiendo el agua y su fuerza pasando, rozando cada punto de nuestra dermis, limpiando, purificando.

La corriente nos arrastra a ratos, suave y gentilmente, como invitando a acompañar a las aguas en su recorrido. Pero nos detenemos. Nos ponemos de pie pisando las filudas piedrecillas del lecho del río y en vez de fluir junto a él, nos oponemos a su naturaleza y en el intento instintivo de combatirlo y dirigirnos a la segura tierra seca, nos herimos los pies como recordatorio; como señal de nuestro afán de ir contra natura.

Acá y ahora la tierra es segura. Pero no lo fue hace unos días. Ni fue cariñosa y purificante el agua que corría a contramarea. Porque el río ha de bajar; y en días pasados y en otras latitudes de nuestra tierra, sólo subió, con fuerza y violencia.

Subo caminando por la orilla río arriba. El paisaje cambia a cada metro recorrido. Se asoman nuevos verdes, zarzamoras espinudas cargadas de su fruto, sauces que comienzan a dejar de llorar y a mostrar sus venas secas, pues el otoño se acerca. En los secos cerros y áridas laderas precordilleranas, asoman cientos de cactus, transportando nuestra imaginación a otros paisajes.
A los costados, paredes de roca sólida gigantescas, amenazando con soltarse ante cualquier movimiento de la tierra. Pero allí están. Impávidas, Milenarias.

El sendero se hace estrecho a ratos. Y en cada recoveco se descubren parejas recogidas, enredados sus cuerpos durmiendo confiados en medio de un islote o una roca con el río pasando a su alrededor. Están ausentes, aislados por el ruido y ronroneo del río. Bañados por el rocío y secados por el aún candente sol.

Y sigo subiendo hasta donde el sendero termina. Sólo hacia los cerros hay por donde seguir, pero ahí no está la humedad ni el sonido acogedor del río. Decido volver.

Mis pies resbalan sobre las rocas y piedrecillas húmedas. Cada cierto trecho, en donde el camino se aparta de la ribera hacia la altura, se abren pequeños pasajes transversales que invitan a descubrir pequeñas islas y penínsulas de arena suave y blanca, mismas que no se percibían en el camino de subida pues la atención está puesta en avanzar.

Muchos de estos lugares están ocupados ya por parejas que conocen y aprecian el lugar. Pero son muchos más los que no se animan siquiera a caminar y recorrer, quedándose sólo al costado de sus vehículos, junto a la parrilla y la mesa y el acceso a una zona calma del río, lo más cercanamente posible a la cotidianeidad; como negándose a renunciar a la ciudad.

Y sin embargo son excepciones a la mayoría que deambula en domingo por calles pavimentadas, o encerrados frente al televisor, o recorriendo centros de venta masiva, respirando aire acondicionado, topándose con otros cientos, rehuyendo del verano que se acaba.

El río entretanto sigue su curso.
Y el sol se va escondiendo tras los cerros, aún cuando es temprano.
Y todos comienzan a regresar.
Nosotros esperamos.
Estiramos el día que se acabó y que anuncia una nueva semana en la ciudad.

Y casi como un respiro, ya en mi terraza y tras unas pocas horas, un corte general de luz nos regala un cielo estrellado, toda la bóveda celeste a nuestra vista, la vía láctea, río de luces en el cielo oscuro, recordándonos que siempre están ahí, para verlas, admirarlas y descansar ahí la vista, las dudas, el día a día. Un río a la mano, con aguas de aire, luz y sombra.

Un día en el río. Un día con luz de día, y luz de noche.


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